Institut Ramon LLull

Liternatura: de «flower» a flor

paperllull.  BARCELONA, 27/09/2020

Durante décadas, los libros sobre viajes y naturaleza se han considerado un subproducto literario, como si los dos géneros no contuvieran en esencia la expresión más apoteósica de la biodiversidad. ¿Por qué? El escritor Gabi Martínez nos desgrana las razones.




Liternatura. Algunos dicen que es una moda, que ese nombre no existe o que es una simple adaptación de la expresión nature writing. Es cierto que desde la lengua inglesa se ha trabajado muy en serio la literatura que da protagonismo a bosques, ríos, animales, a la naturaleza en fin; y que del volumen de libros atendiendo a ese espacio, a esa idea, derivó un género particular... nombrado por quienes lo cultivaban: Nature writing. En inglés.

Que en la península ibérica se haya continuado hablando de nature writing durante décadas, denota lo lejos que han estado los escritores locales de mostrar un mínimo interés hacia "sus" impresionantes espacios naturales, hacia los animales más o menos salvajes que les rodeaban, y de concederles protagonismo. Como si la naturaleza fuese un asunto de otros, como si una flower fuera más real que una flor. Durante décadas, aquí, los libros sobre viajes y naturaleza se han considerado un subproducto literario, como si ambos géneros no contuvieran en su esencia la expresión más apoteósica de la biodiversidad. ¿Por qué?

A rebufo del tardofranquismo, la Transición española señaló la ciudad como el centro de la libertad y el dinero, desplazando a los pueblos, al campo, a lo extraurbano, al rincón de lo rancio, triste y no rentable. La ciudad compró el relato, y lo curioso es que el campo también lo hizo. ¿Y la literatura? Igual. Durante cuarenta años, el ecosistema literario ha participado, en general, de las inclinaciones sociopolíticas y económicas de un país entregado a unas instituciones, empresas y medios de comunicación que vinieron a consensuar que todo iba bien, que la ciencia arreglaría cualquier desperfecto y que los hippies, los campesinos o los poetas formaban parte de una época superada. Pocos escritores han cultivado los márgenes más allá de los márgenes oficiales, esos márgenes de toda la vida (urbana) en los que tan bien se mueve, por ejemplo, la muy integrada novela negra. Como si hubiéramos olvidado que es en el margen del margen humano donde se gesta la vida global: en la naturaleza.

El concepto nature writing se asocia sobre todo a dos colosos que nacieron con dos años de diferencia: Walt Whitman y Henry David Thoreau. Al darse cuenta de lo que estaba detonando la revolución industrial y sus emblemáticos ferrocarriles, Whitman y Thoreau reaccionaron a base de huertos, desobediencia y poesía escribiendo textos que inauguraron una tradición en su lengua. Desde Aldo Leopold o John Muir a Rachel Carson, Wordsworth, Wendell Berry, Robert Macfarlane, Annie Dillard, Paul Kingsnorth, Roger Deakin, Penelope Lively... son muchos los nombres de esta envidiable lista que en España y Catalunya se ha empezado a (re)conocer el último lustro, y por eso aquí se publican ahora libros que en otros países impactaron hace treinta o más años.

Aunque a principios del siglo XX las cosas fueron distintas aquí. Las abrumadoras tensiones políticas y la desconfianza ante el uso que buena parte de la humanidad estaba haciendo de las máquinas promovió una ética ligada a un pensamiento indígena pronatural del que en Catalunya formaron parte desde Narcís Oller a Víctor Català, Gaudí o Prudenci i Aurora Bertrana, con entidades como la Associació Excursionista de Catalunya, que animaba a conocer la tierra para quererla por lo que era, por su materia, y no como propaganda o abstracción. La Associació extendió su influencia a la cultura y bajo su patrocinio se fundó, por ejemplo, el Institut d'Estudis Catalans. La Guerra Civil abrasó la semilla. El franquismo la olvidó. Y la Transición heredó con alegría la antirural ceguera desarrollista de la dictadura, contrarrestada puntualmente por autores como Maria Angels Anglada, Mercè Ibarz o Pep Coll, y por supuesto que Josep Pla.

Sea como sea, descubrir la enorme calidad de estos libros y autores de más o menos nature writing, y sufrir las consecuencias de los desaguisados medioambientales de los últimos tiempos ha contribuido a que escritores más jóvenes se aventuren a explorar abiertamente las posibilidades de la naturaleza cercana, las narrativas también. Los resultados son desiguales, estamos reaprendiendo a familiarizarnos con el vocabulario silvestre. A llamar al gamo por su nombre y a la flower flor. A publicar a desconocidos que hablan de micelios y halcones. Pero es cierto que esas páginas no siempre bien logradas ya indican una intención, una necesidad de ocupar un espacio que se sabe cada vez más necesario, y que además es propio.

También es cierto que mientras Robert Macfarlane y Mark Cocker discuten si la nature writing debe apostar por enviar mensajes seductoramente positivos o por proyectar una denuncia radical contra los que malbaratan ecosistemas; y mientras la treintañera Abi Andrews critica brillantemente la mirada ultramasculina que hasta hace bien poco ha distinguido a los escritos de este tipo, aquí aún estamos sopesando si semejante literatura merece tener un nombre autóctono. Pero ahí estamos al fin. Balbuceando "liternatura".

En el reino humano, identificar con un nombre sugiere un principio. Decir nature writing o liternatura quizá signifique que aceptamos entablar "la gran conversación" con la naturaleza a la que nos espoleaba Thomas Berry. Y es que, al pronunciar este nombre por ejemplo en Catalunya, presentamos nuestros respetos, para empezar, al Delta del Ebro, los Pirineos, al tritón, la ginesta y el urogallo, y a los volcanes de La Garrotxa o a los Aiguamolls de l'Empordà, expresando la voluntad de construir algo junto a ellos.

Dicen que un motivo por el que llegamos tarde a palabras como ésta es por la falta de diálogo entre los que, amando a la naturaleza, la abordaban de modo distinto. Tan absortos estaban en sus miradas que se fueron alejando unos de otros hasta situarse en sendos extremos que, por algún motivo, se identificaron como hostiles. Entonces, quemaron los puentes entre ellos, establecieron bandos muy claros, y se convirtieron en caricaturas. “El individualismo camina estos días vestido de uniforme", escribió Wendell Berry. Por eso, hoy hay quien cree que para defender la naturaleza se debe elegir entre ser cazador o ecologista de extrema izquierda.

Una pregunta es por qué se ha llegado a esta insensatez. Hace unas semanas, la filósofa ecofeminista Yayo Herrero comentaba que sus colegas europeos observan el ecologismo español como el más radical del continente. Una posible razón es que los activistas del país han tenido que enfrentar, más que otros, el abuso y menosprecio sistemático de unos poderes -restauradores, inmobiliarios, mediáticos y, claro, políticos- diseñados para eliminar la naturaleza de nuestro imaginario, así que, para contrarrestar el atropello y el ninguneo, los ecologistas han optado por gritar rabiosa y espectacularmente. Puede ser.

En cualquier caso, la evidencia es que empezamos a asumir que quizá haya que cambiar algo. Para conseguir cualquier cambio, lo primero que hay que cambiar es el relato. Las palabras que utilizamos. Ese cambio pasa por presentar a la naturaleza con tantas facetas y ambigüedades como si se tratara de un personaje, no solo bucólica o temible, sino orgánicamente diversa. Cuantas más caras le conozcamos, más auténtica nos parecerá, y por eso más atractiva, seductora, misteriosa, total. Liternatura es una palabra clave para empezar a cambiar.

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