Institut Ramon LLull

Rafael Guastavino, el arquitecto de Nueva York

paperllull.  València, 26/07/2020

¿Quién fue el valenciano que revolucionó el sistema de construcción en Estados Unidos entre los siglos XIX y XX? La escritora y artista Anna Moner nos detalla en este artículo la figura del maestro de obras más prestigioso de su momento

 

 




"Hace tantos años que desembarqué en Nueva York!", piensa Rafael Guastavino a la vez que contempla con satisfacción su última obra, la City Hall Loop, la estación principal de la primera línea del metro de la ciudad, desde el centro del andén, el deseado día de la inauguración, el 27 de octubre de 1904. Unos minutos antes, el alcalde de la ciudad, George McClellan, remató su discurso con el eslogan: "De City Hall a Harlem en quince minutos!" Los periodistas y las autoridades presentes se muestran sorprendidos con el diseño de la terminal destinada a ser una de las piedras angulares de la red de metro neoyorquina. Guastavino los observa y sonríe. Sabe que es diferente del resto de estaciones de la línea construidas hasta entonces, un espacio concebido para seducir unos usuarios que todavía no se hacen el ánimo de viajar en un medio de transporte tan moderno. Una joya arquitectónica en miniatura que reúne todos los ingredientes que definen su sello personal: las baldosas policromadas, las vidrieras y las bóvedas tabicadas o vueltas catalanas. Un tipo de bóveda de uso habitual en la Mediterránea occidental desde hace siglos la técnica de la que ha modernizado. The Guastavino Tile Arch System le ha dado muchas alegrías desde que lo patentó en 1885.

Ahora mismo, ningún transeúnte no puede imaginar que bajo el Ayuntamiento, en el cruce de Center Street y Chambers Street, hay una especie de "catedral subterránea". Una construcción singular, de una elegancia poco usual, formada por una audaz secuencia de bóvedas rebajadas con lunetas separadas por arcos torales, que se adapta a la perfección a un tramo de vía complicado, una curva muy pronunciada. Se siente orgulloso del resultado. Todo el mundo lo felicita por las magníficas luciérnagas acristaladas que filtran la luz natural, la tiñen de un azul suave y generan una atmósfera serena y relajante, a pesar de la profundidad; por la cuidadosa selección de los colores de las cincuenta mil baldosas rectangulares esmaltadas dispuestas en forma de espiga de las vueltas; por preciosismo de las lámparas de latón y hierro que cuelgan del techo, y por la sensación de ingravidez que transmite el conjunto.

La tranquilidad es absoluta cuando, una vez finalizado el acto institucional, se queda solo en el andén. El silencio sepulcral que lo envuelve le trae a la mente el tiempo transcurrido desde que puso los pies en tierra americana. "Veintitrés tres años! Han pasado veintitrés tres años desde que abandoné Barcelona y llegué a Nueva York!", murmura, y, por un instante, deja de mirar el techo y sigue con el mirada las vías del metro que se pierden en la oscuridad espesa del túnel. Lejos, muy lejos, están sus orígenes. Exactamente, en Valencia, la ciudad en la que nació en 1842.

Una retahíla de imágenes brumosas de otras épocas pasan con rapidez por la memoria: la carpintería del padre, a un centenar de metros escasos de la puerta barroca de la catedral y muy cerca de la Llotja; los rostros de algunos de los compañeros de la guardería de la calle Ample de la Argenteria; el traslado, a los diecinueve años, a Barcelona para estudiar en la Escuela de Maestros de Obras; la calurosa acogida del tío y su esposa, un matrimonio que tenía una empresa textil de éxito y una hija adoptada, Pilar, a la que dejó embarazada al poco tiempo de convivir; la boda no deseada; el nacimiento de los cuatro hijos; sus infidelidades constantes; la participación en proyectos arquitectónicos importantes, como la fábrica Batlló y el teatro La Masa en Vilassar de Dalt, propiciados por los contactos del tío con la burguesía catalana; la contratación de su amante, Paulina Rojo, como institutriz del hijo pequeño, Rafael, el predilecto, y el escándalo que esto provocó; el divorcio y el espiral de decadencia social y económica; la necesidad de huir y de rehacer su vida en los EEUU; el fraude piramidal con pagarés falsos que organizó para sufragar el viaje; la marcha a Argentina de su mujer y de los hijos mayores, que no volvió a ver nunca más; el desembarco a Nueva York a los treinta y nueve años, sin saber ni una palabra de inglés y con unos cuantos miles de dólares de la estafa en el bolsillo; el paso por la Oficina de Registro de Inmigrantes, en la isla de Ellis, con su nueva familia: su hijo Rafael y Paulina y sus dos hijas; el primer trabajo de delineante para una revista de arquitectura .... Una trayectoria compleja que, curiosamente, lo situó en el lugar adecuado en el momento justo.

 

Impenitente y derrochador, pero también atrevido, intuitivo y visionario, no dudó en aprovechar el miedo que sentía la sociedad americana de los grandes incendios urbanos. Unos siniestros, como los que devastaron las ciudades de Chicago y Boston entre el 1871 y el 1872, que ponían en cuestión la seguridad de las estructuras de madera de las edificaciones. Los gobernantes y los arquitectos buscaban desesperados nuevas técnicas constructivas basadas en el uso de materiales ignífugos y él conocía el adecuado: la vuelta tabicada o bóveda catalana, un cubrimiento resistente al fuego que él mismo había empleado en numerosos edificios públicos y privados de Barcelona y de los alrededores.

Guastavino camina lentamente en dirección a la escalera de salida del metro y sonríe cuando rememora la peculiar campaña publicitaria que ideó para mostrar su producto. Un golpe de efecto inesperado en el que hizo uso de una tradición valenciana muy arraigada. Una manera contundente y efectiva de demostrar que su "arma" antiincendios funcionaba. Sólo tenía que levantar un par de edificios piloto de dimensiones reducidas cercados, convocó a la prensa y, sin previo aviso, prenderles fuego. Imposible olvidar la expresión atónita de los asistentes, que contemplaron como los techos soportaban una temperatura de más de mil grados centígrados sin desplomarse. Una operación de marketing perfecta que enseguida captó la atención de Charles Foll McKim, uno de los arquitectos más relevantes del momento, que le encargó la construcción de la Biblioteca Pública de Boston. Una intervención con un resultado espectacular que pronto lo convirtió en el constructor favorito de los arquitectos de moda, tales como Richard Morris Hunt y Cass Gilbert, dado que su método les permitía adaptar los edificios públicos que diseñaban la monumentalidad y la grandiosidad propia de las iglesias y las catedrales y encajaba a la perfección con la elegancia y la belleza sobria del estilo neogótico y neorenacentista.

Guastavino sube poco a poco los escalones de la escalera del metro y observa las piezas de cerámica rojizas del pavimento. Al igual que todos los azulejos policromados de las vueltas, estos también han salido de la fábrica que montó en Woburn, en Massachussetts, en 1890, un poco después de crear la Guastavino Fireproof Constructions Company. La compañía que lo había hecho rico, la que heredaría su hijo Rafael ahora que había decidido jubilarse.

Antes de salir a la superficie, se detiene unos segundos, teme que la vorágine de Manhattan le impida continuar concentrado en el hilo de sus pensamientos. Es consciente de que la clave de su éxito radica en algo aparentemente muy sencillo: la adaptación del sistema constructivo ancestral de la bóveda catalana en edificios monumentales y modernos. Un sistema rápido, ininflamable y barato, ya que no requiere ni cimbras ni encofrados. Cada capa de azulejos se aguanta en la capa inferior y permite construir bóvedas y cúpulas de entre diez y veinte centímetros de espesor y hasta cuarenta metros de anchura. Una técnica tradicional que había aprendido de sus antepasados ​​y que había mejorado cambiando el yeso por el cemento Portland. 

Una serie de ingredientes que, unidos a su facilidad para detectar las oportunidades de negocio, lo habían convertido en el maestro de obras más prestigioso de los EEUU. "Todo fue tan rápido! La fiebre Guastavino se esparció por todas partes!", piensa en este momento con una mezcla de orgullo y melancolía. En los últimos dieciséis años, la Guastavino Fireproof Constructions Company ha puesto techo, entre otros, en el vestíbulo del Carnegie Hall de Nueva York, en el Pabellón de España de la Exposición Universal de Chicago de 1893, en la mansión del magnate George W. Vanderbilt II, en las Universidades de Nueva York y Virginia, en el Instituto de Artes y Ciencias de Brooklyn, en el Banco de Montreal, en el Capitolio del Estado de Minnesota, en la iglesia presbiteriana de Madison Square, en la Sinagoga Rodef Sholem de Pittsburgh y el Museo Smithsonian de Washington.

Un camino fuera, fuma un cigarrillo delante del Ayuntamiento de la ciudad que lo acogió junto con los miles de inmigrantes que, como él, buscaban el sueño americano. Ahora, cada vez le cuesta más salir de Rhododendron, la magnífica residencia rodeada de campos de viñedos que tiene en Asheville, en Carolina del Norte. Por ello, con sesenta y dos años, ha decidido ceder el testigo a su hijo Rafael, que ha aprendido el oficio con él desde que era un adolescente. Confía plenamente. Hace unos días supervisó los trabajos que la empresa está llevando a cabo en el subterráneo del puente de Queensboro, lo que conecta Manhattan con Queens, uno de los últimos proyectos que ha hecho, en el que ha integrado unas estructuras en forma de palmera que recuerdan las de la Llotja de Valencia. Últimamente experimenta un sentimiento extraño, una especie de añoranza tierna, por los lugares donde vivió la niñez y la juventud. no poder ver terminada la vuelta de diecisiete metros de diámetro y tres y medio de flecha con óculo central de cuatro metros de diámetro que coronaba la sala del teatro de Vilassar de Dalt. Cuando se inauguró, el 13 de marzo de 1881, ya había embarcado en el puerto de Marsella rumbo a Nueva York.

Sin embargo, aún mantenía algunos contactos profesionales en Barcelona. Hacía apenas tres años, había asesorado al empresario Eusebi Güell en el diseño de la torre de la fábrica de Cemento Asland de Castellar de n'Hugh, en la comarca del Berguedà. Unas relaciones empresariales gracias a las cuales está informado de los cambios urbanísticos y arquitectónicos de la ciudad en la que se formó como maestro de obras, a pesar de la distancia.

De Valencia, pero, sólo conserva imágenes desvanecidas y descoloridas, como si fueran fotografías viejas. Sin embargo, de vez en cuando, el recuerdo se vuelve tan intenso que, por un instante, le parece que siente el aroma salobre del mar en la playa de la Malva-rosa, el olor del polvo de tiza que llenaba la escuela de la calle Ample de la Argenteria, la fragancia resinosa que impregnaba la carpintería del padre... Unas remembranzas que se manifiestan con fuerza cada vez que piensa en la Basílica de Saint Lawrance, un proyecto ambicioso que quiere ofrecer a la ciudad de Asheville a cambio de ser enterrado en la cripta.

La noche envuelve Manhattan y, antes de marcharse hacia el hotel donde se aloja, Rafael Guastavino apaga el cigarrillo y contempla por última vez la entrada a la estación de City Hall Loop. Justo cuando llega a Rhododendron, dibujará el diseño definitivo de la fachada y la planta del templo donde desea descansar para siempre, un edificio inspirado en la Basílica de la Virgen de los Desamparados de Valencia. Un pensamiento que, enseguida, activa de nuevo su memoria olfativa: en medio del vaho meloso del incienso y de la cera caliente que empapaba la iglesia, distingue el aroma fresco de la esencia de azahar con que se perfumaba la madre los domingos.

 

 

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