Institut Ramon LLull

La Albufera, fuente de inspiración artística

paperllull.  País Valèncià, 17/05/2020

El paisaje ha tenido una importancia capital en la gran mayoría de obras de nuestra literatura. En este artículo, el filólogo Álvaro Muñoz nos sumerge en el poder fascinante de la Albufera valenciana, lugar que ha sido una gran fuente de inspiración de escritores y pintores.




Un paisaje se conquista con la suela de los zapatos, no con las ruedas de un automóvil, decía Faulkner. En los Países Catalanes, impregnados por este espíritu excursionista de ser más de alpargata que de coche, siempre lo hemos hecho a pie y el paisaje ha tenido una importancia capital en la gran mayoría de obras de nuestra literatura. En nuestro ideario hay una tercera pata añadida que nos disgrega de las corrientes europeas en cuanto al paisaje; y es que, en el eje donde Wordsworth o Hölderlin vinculan naturaleza y sentimientos, los escritores catalanes han de añadir, además, la reivindicación nacional. El Canigó no es sólo una montaña, con toda la belleza que evoca sino que se convierte sinónimo de nación y de lengua, y el hecho de que sea o no estético queda, al menos, con niebla por el simbolismo nacional.

En el País Valenciano, pero, esta reivindicación del paisaje entendido como país era cosa del ensayista Joan Fuster, Estellés y un reducto más y ya de forma posterior a la Renaixença. Más allá de estos, en ningún caso -y bien que se hubiera podido hacer- no tuvimos ningún Canigó valenciano. Y no por falta de elementos, ni de tradición, ni de paisaje, sino porque como bien apreciaba Fuster, la Renaixença valenciana, aquella que en Cataluña tenía tan presente el patria-fides-amor, se caracterizó por un «felibrisme» , es decir, una literatura sin aspiración nacional.

Uno de los muchos paisajes valencianos que bien podrían haber sido reivindicados como símbolo de valencianía es la Albufera. Este lugar, que aparte de ser el lago de agua dulce más grande del estado, es de los diez más grandes de Europa, fue fuente de inspiración de escritores y pintores, de nuestra casa y también internacionales . En el año 1563 el dibujante de paisajes flamenco Anton Van den Wyngaerde nos dejó esta maravilla para la posteridad. No es sólo la belleza provocada por tener un paraje de esta magnitud a tocar de capital, sino la excepcionalidad del conjunto. Van den Wyngaerde realizó una colección de un total de 62 pueblos y ciudades por encargo del monarca Felipe II, y la única que rompe la norma es la pintura de nuestra Albufera.

Y de repente, la nada. Pasamos de ser el objeto de perplejidad de un pintor flamenco del XVI al olvido, una extensión más de este talante tan nuestro de creer que todo lo que hay fuera es mejor que lo que tenemos aquí. El mismo Joan Fuster, en el libro La Albufera de Valencia, comienza diciendo que debería saber muchas cosas, y sería lógico que estuviera familiarizado pero que no es así porque no ha conseguido interesarse por las excelencias de los alrededores natal. Después de esta afirmación vendrán 160 páginas de genialidad analítica del paisaje y de todo lo que se deriva. De hecho, en uno de los paseos de Pla con Fuster por Valencia, el de Palafrugell rememora la afirmación tan solemne que el de Sueca realiza cuando ve los arrozales de la Albufera y estalla en un «Cuántas sartenes!», Imitando el famoso «el mar! El mar!» de Goethe. La albufera sirve para que Pla y Fuster discutan sobre el concepto de «belleza del paisaje». Mientras que Fuster, siguiendo las corrientes europeas, pone como ejemplo de belleza el desierto del Sahara, Pla se pone las manos en la cabeza y afirma que como puede valorar «aquel arenal» y no los arrozales o la Albufera, porque la belleza ha de ser útil.

En una línea más costumbrista encontramos uno de los elementos de la Renaixença valenciana, Blasco Ibáñez, que hizo de la Albufera y sus barracas el paraje idóneo para novelas como La barraca, Arroz y tartana, Flor de mayo o Entre naranjos y no hay que decirlo, la exitosa Cañas y barro. Como vemos, para la Renaixença del Principado la lengua es un eje que quedará relegado en un inexistente plano en algunas de las novelas de la Renaixença Valenciana. Otro de los renacentistas que se reflejó en nuestro lago fue Teodoro Llorente, que a sus escritos destacaba que en la Albufera dominaba una línea horizontal y una amplitud de la perspectiva, rasgos que aportaban majestuosidad y, por decirlo, belleza.

Pero este espacio no ha sido sólo fuente de inspiración para escritores, sino que la pintura hay pocero también de forma notable. En pintura los valencianos tenemos un problema y es que después de Sorolla parece que el mundo se acabe y aquí no avanzamos ni que nos empujan. Es frustrante, pero es así. Sorolla tenía un don para la pintura acompañado de una percepción lumínica envidiable. Un autor capaz de imitar con pinceladas de blanco las motas de luz que el ojo capta. Sin embargo, Sorolla llega a la Albufera, la zona de Valencia que disfruta de la luz más natural por la ausencia de construcciones y realiza una composición oscura y lúgubre que, más que transmitir el aprecio rezuma abandono por todos lados.

Por suerte, sabemos que el arte ni empieza ni termina con Sorolla, y que hay otros de un nivel exquisito que solo cometieron el error de nacer en la misma época que él. El caso más flagrante es el de Antonio Fillol (1870-1930), quien fue de los primeros en entender la Albufera como inspiración con cuadros que nos recuerdan a Desde glaneuses de Jean-François Millet. La diferencia es que Sorolla hace precioso un paisaje que no lo es, como la Malvarrosa, mientras que Fillol retracta un lugar -l'Albufera- que ya de por sí no necesita retoques. Lo que los poetas árabes llamaban espejo de sol en sus composiciones no requería de ninguna idealización sino de fidedigna representación. Fillol, lector de Zola y Balzac, pone los pies en el lodazal -nunca mejor dicho- y huye de este idealismo ruido de quien corre feliz por la orilla de la playa. Fillol retracta dureza, y hombres con tantas llagas en las manos que no podrían coger un pincel.

Una mezcla de Sorolla y Fillol, es decir, de situaciones de disfrute alejadas de aquel abandono tétrico, la podríamos encontrar en Antonio Carnicero, pintor salmantino, que se ajusta a aquella Albufera en la que vivió Goya durante un tiempo y que retracta en esta carta del 3 de agosto de 1790 a Zapater: "Luego de la caza y la pesca viene el almuerzo. En la Pepa y a mí nos dan un guiso de rata con arroz y un plato de anguilas que ya querrían muchos ... También hay una gamba muy buena criada en el lago. Sería el paraíso si no fuera por los mosquitos, que a super vez nos empieza ". Lo que Goya no sabía es que los mosquitos de la Albufera están entrenados para picar sólo la gente que viene de fuera, o los artistas que viven pero no son capaces de dedicarle un cuadro, como hizo él.

La Albufera ha acogido las mejores manos del país. Desde las más estilizadas y capaces de guiar a los pinceles y las plumas hasta las más castigadas por el trabajo físico diario, aquellas que a menudo nadie conoce cuando habla de ella pero que siempre están. Son estas manos rotas al sol las que hacen posible la admiración de escritores y pintores, las que maravillan y hacen brotar un «Es preciosa!» entre los visitantes. Ahora sólo tenemos tres deberes: valorarla, amarla, y visitarla; que por suerte, sin saber pintar ni escribir, podemos disfrutar de este trozo de cielo, tan cercano y tan lejano, que es la Albufera para muchos de nosotros.

 

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