Institut Ramon LLull

Benet i Jornet: memoria y combate

paperllull.  Barcelona, 11/04/2020

La muerte de Josep Maria Benet (1940-2020) deja huérfano el teatro catalán de su gran renovador. Tenía 79 años, fue autor de una treintena de obras y creó series televisivas de éxito estallando como 'Poblenou' o 'Ventdelplà'. El crítico, escritor y periodista Andreu Gomila nos habla de la importancia que tiene su trayectoria y legado en este artículo.




Quizá no es casualidad que Josep Maria Benet Jornet escribiera Una vieja, conocida olor, su primer texto teatral, un año después de la muerte de Josep Maria de Sagarra, en 1962. Él tenía veintidós dos años y el gran tótem del teatro catalán de la primera mitad del siglo XX, autor de más de 50 obras, había muerto con 67 años. Justo cuando se apagaba el último dramaturgo popular, comenzaba a correr la llama de lo que sería el autor más determinante en la historia del teatro catalán de los últimos 40 años. Un hombre, Benet i Jornet, que decidió escribir teatro cuando el catalán no se enseñaba en las escuelas, cuando el teatro había quedado recluido en casa de los poetas (Brossa, Espriu, Palau i Fabre ...), cuando todo el mundo daba por muerta la gran tradición de este país.

Una vella, coneguda olor era una pieza que quería ser popular, que habla de la gente de barrio, en muchos sentidos Sagarra, como El cafè de la Marina o La rambla de les floristes. Y que nos conecta con uno de los grandes temas de Benet i Jornet: la memoria. A él, este tema le obsesionaba. Y en muchos sentidos tiene mucho que ver con uno de los grandes autores del siglo XX, el napolitano Eduardo de Filippo, para quien el teatro es la expresión más viva del pueblo y lo único que hace el dramaturgo es poner el espejo para que este pueblo se vea, piense y disfrute. Por eso hay un buen número de piezas del autor napolitano, y del catalán, que hablan de teatro. L'art de la comèdia o Sik-Sik, del uno. La desaparició de Wendy (1974) o E.R. (1994), del otro.

 

Pero los tiempos de De Filippo y los de Benet i Jornet no fueron los mismos. Como tampoco lo fue su mundo cercano. La carrera del catalán creció en los años 70 y en aquella época, en Barcelona, ​​había muy pocos autores. Estaba solo. Y en un ambiente donde nadie quería dramaturgos, como si lo que había producido el teatro catalán desde Pitarra bastara, como si la vanguardia dramática entonces pudiera prescindir del texto contemporáneo. Sólo existía Joan Brossa y poco más, autor de un teatro nada naturalista, de público reducido. En el mundo, eran los años de explosión de Harold Pinter, Arnold Wesker y Heiner Müller, con la sombra alargada de Samuel Beckett sobrevolándolos. Es decir, había teatro posdramático, social, el absurdo y existencialismo. Él, hijo de un país que quería sacar la cabeza, dejar atrás la larga noche del franquismo, escribe Berenàveu a les fosques (1970), La revolta de les bruixes (1976) y La desaparició de Wendy, tres obras que vuelven a explotar los temas de la memoria, la tradición y el legado sin olvidarse del presente. Aunque estaba probando y lo hacía a través de textos de corte clásico, que bebían de lo escrito en Cataluña en el último siglo.

 

A los 80 es cuando Benet i Jornet libró la gran batalla. Seguían sin estrenarse autores contemporáneos y él se convirtió en una especie de 'lobby' unipersonal. También vio que tenía que mover pieza, que Sagarra, Guimerà y Rusiñol estaban bien, pero que Barcelona no era Nápoles, donde De Filippo había muerto como un héroe, y que había que hacer otra clave de vuelta a su escritura teatral. Entonces, redescubre David Mamet y vuelve a Pinter. Y de ahí nace la más brillante trilogía del autor, formada por Desig (1991), Fugaç (1994) y Testament (1997). Vemos, de nuevo, la obsesión por la memoria, ampliada a la infelicidad y la muerte, pero la escritura de las tres obras es una lección de orfebrería teatral. Desig, especialmente, es una gran obra "sin argumento", que decía él, muy pinteriana, cerca, por ejemplo, de 'No man' s land '. Habla de incomunicación, de alineación, a través de cuatro personajes que chocan, que no se dicen nunca lo que piensan o por qué hacen lo que hacen. Los monólogos que inician las escenas de cada uno de ellos nos muestran un Benet i Jornet de gran capacidad lírica, capaz de escudriñar con la lengua el interior de sus personajes.

Desig supone un antes y un después, formal, textual, claveteado por la presencia alrededor del autor de un rebaño de jóvenes que querían seguir sus pasos. Aquella obra, no en vano, la dirigió Sergi Belbel en el Teatro Romea, un joven entonces que ponía en marcha su carrera. Después de más de veinte años de predicar en el desierto, una nueva generación de dramaturgos estaba saliendo del huevo y Benet y Jornet debía ser el encargado de alimentarlos, cuidarlos, de guiarlos. Además, José Sanchis Sinisterra, el célebre autor de ¡Ay, Carmela, había abierto la Sala Beckett y, por fin, la autoría contemporánea tenía una casa en Barcelona.

Además, Benet i Jornet encuentra en la televisión el medio donde explotar su vertiente popular, de recuperación de público. Crea las series Poblenou (1993-94), Nissaga de poder (1996-98) y Laberint d'hombres (1998-2000), entre otros, que suponen todo un fenómeno en la Cataluña de los años 90. Y, de alguna manera, lo hacen más libre, ya que quizá por primera vez puede escribir el teatro que quiere, no lo que su sociedad necesita. Pinter y el primer Mamet (el de Els boscos o Oleanna) llaman a su puerta, incluso los autores británicos de la época. Es difícil no hermanar Soterrani (2008) o L'habitació del nen (2002) con el Blackbird de David Harrower o las 'comedy of menace' de Pinter como The birthday party o The caretaker o incluso con Sexual Perversity in Chicago de Mamet.

Soterrani es otra de las grandes obras de Benet i Jornet. La podría haber firmado Martin McDonagh. En escena, sólo tenemos dos hombres, uno de mediana edad y otro más grande. El más joven está desesperado porque no sabe cómo ha muerto su esposa. El otro tiene cara de buena persona, de hombre que ha vivido y no ha hecho daño a nadie. Todos enzarzan en un combate dialéctico de altos vuelos con final estallando. Como L'habitació del nen, donde la pareja protagonista son marido y mujer. Dos obras oscuras, que exploran de manera íntima el camino que el autor había abierto a Deseo, de investigación sobre la infelicidad, la amargura, individual o social, una vía que la dramaturgia catalana hija de Benet i Jornet ha cultivado con muchos buenos textos, como Après moi, le déluge de Lluïsa Cunillé, Fum de Josep Maria Miró o Justícia de Guillem Clua.

Como los grandes autores, sabe que la lengua es en sí misma acción. Que puede haber una gran trama, original, entretenida, que centre el interés del espectador, pero que el combate principal del dramaturgo pasa por controlar las palabras que se lanzan sus criaturas. Me lo dijo una vez Xavier Albertí, actual director del Teatro Nacional, cuando le quise parar una trampa entre Sarah Kane y Benet i Jornet, dos polos aparentemente opuestos: "El teatro de Sarah Kane abrió una cantidad de fronteras, sobre técnicas de escritura, importantísimas, nos enseñó que desde el dolor de vivir se puede hacer un teatro de una conciencia formal muy compleja. Benet i Jornet hace lo mismo con sus herramientas: no es un teatro frívolo y cuando ha buscado la comedia lo ha hecho desde su compromiso social ".

Es cuando Benet i Jornet huye del naturalismo 'strictu sensu', cuando cierra sus personajes en una habitación, que aparece el gran autor, el gran dramaturgo europeo. Casi todos, siempre, buscan algo que explique quiénes son, por qué hacen lo que hacen. Uno de los personajes de Salamandra (2005), el Señor, dice: "El mundo de donde vengo, la música que tienen los nombres de las cosas en el mundo de donde vengo, desaparecerá. Su mundo ... No sé cuál será, pero tendrán uno y, cualquiera que sea, no debe desaparecer. Que esto no ocurra. Que su mundo no desaparezca. Alguna vez, si te parece, habla a nuestro hijo del lugar de donde yo venía. Para que sepa que existieron otros universos y que defienda lo suyo ".

Él sabía que el aleteo de una mariposa puede provocar un huracán, que no somos nada sin memoria. Que todo cambia y que tenemos que aprender las lecciones del pasado, teatrales y vitales. Gracias a él, a su teatro, a la capacidad que tuvo que abrirse a los nuevos tiempos, conectó la tradición dramática anterior a la Guerra Civil con la de la democracia para legar a-la a varias generaciones de autores que pudieron estrenar con normalidad porque él se había mantenido fiel a su lengua, a su cultura, y había levantado un público que quería ver montajes a partir de autores locales. Cuando ya era famoso gracias a la televisión, podría haberse conformado a continuar contando historias de familias atormentadas. En cambio, decidió investigar y escribir Dos dones que ballen (2010) o Soterrani para continuar buscando quiénes somos.

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